SIMON EL TRAVIESO
SIMON EL TRAVIESO
Cuando residía el niño en la calle de la
Media Luna, - calle principal de una comarca que llamaban El
Corralito de Piedra porque estaba rodeada de murallas como un
precioso castillo -, al lado de su abuelo encontraba personas que lo
llamaban Simón porque recién nacido su nana lo bautizó con este
sobrenombre y así lo conocían, obvio que su abuelo Bartolomé
también, él lloraba cuando lo alejaban de ella porque era un ser
humano tierno, le cantaba canciones de cuna, ésta relación la
convirtió en una dependencia de amor. Su abuelo era de profesión
médica y militar de la Guerra de los Mil Días cuyo carácter era
recio combinado con los valores de responsabilidad y disciplina; por
su comportamiento fue a dar a la casa de su abuelo donde esperaba que
iba a ser corregido de sus travesuras. Este se encontraba no en la
flor de su edad sino en la edad de su pelo blanco con una vida de
experiencia lograda de su formación familiar, profesional y quien
podría educarlo. Contar algunas de sus travesuras eran
simpáticas y otras arriesgadas, era una emoción: siendo pequeño
esperaba el tren que pitaba alertando que pasaba por su casa, estaba
presto para abordarlo y dar un breve paseo feliz sin medir las
consecuencias. Para él era el pito más hermoso. Le fascinaba tal
fantasía con el paisaje que generan los trenes a lo largo de los
rieles extendidos en su camino y la columna de humo que salía de la
caldera, tirada hacía atrás. Además, cuando no montaba el tren
soñaba contando los vagones, imaginándose que iba en una serpiente
que andaba en la misma dirección hasta perderse a la distancia de su
mirada y con donaire actuaba como un tren. Trepaba a los árboles y
correteaba con sus hermanas. Aborrecía tomar el vermífugo para las
lombrices, su madre buscaba la manera para dársela como la de
ocultarla en una banana, pero la banana se la comía toda sin pasar
la medicina. Las condenadas lombrices salían al hacer del cuerpo, a
veces la tenían que jalar con el miedo que le ocasionaba al niño.
En las Fiestas de los Ángeles Somos, parecido algo así a lo que hoy
se conoce como el Halloween se escapaba para irse con otros niños a
pedir dulces de casa en casa. No era costumbre de los padres
acompañar a sus hijos, ellos se iban solo y vestidos como quisieran.
Él vestía con camisa y los compañeritos no, era una regla de
urbanidad en su hogar de cubrir el pecho. Al regresar el travieso
era reprendido por no avisar en donde estaba. Todos preocupados por
él, interrogados decían: ¿dónde andará Simón?
La
casa de arquitectura española en la que se encontraba el niño y
donde lo podían enderezar de su travesura sana e inocente, tenía
características fantásticas y muy reales que lo impresionaban
porque era una nueva experiencia para él; como el pozo que lloraba
agua sin agotarse, el de la bondades, pues de aquí era donde se
abastecía la familia para bañarse, para la preparación de la
comida y de otros menesteres del hogar. También una mona llamada
Pepa de pelo negro y de colmillos afilados que se mecía de lado a
lado la que cuando se soltaba de sus cadenas ponía en jaque a todo
el barrio de Getsemaní; abundantes pájaros - sobre todo canarios y
turpiales -, a los que tenía que cambiarles el agua y darles de
comer alpiste, pero estos lo picoteaban, retiraba las manos rápido
de la jaula y los pájaros se volaban. Había hicoteas tanto pequeñas
como grandes, se montaba en éstas a ver si andaban. Un venado color
café de manchas blancas; La tasa sanitaria que, a la sazón algunas
casas conservaban en realidad no la era, sino una letrina al aire
libre en las que podrían aparecer miradas furtivas impidiéndole la
necesidad fisiológica y quedar con el guardado en medio del camino,
en este lugar en las noches al mirar al cielo veía los astros como
si estuvieran vigilándolo y admirado, tranquilo realizaba su
necesidad sin que le importara que lo vieran, si era de noche, lo
hacía relajado mirando las estrellas que brillaban junto con la
luna, se inspiraba sin estreñimiento ninguno y con cierta picardía.
Ahí empezó, no lo van a creer, a cultivar su amor por la poesía.
Una cocina en la que se preparaban los alimentos al carbón ardiente
que se obtenía a punta de abanico, levantando humareda y cenizas;
siendo artífice de esta escena la señora Amelia, de pelo suelto,
gris, largo, con chanclas escuchándose sus pisadas arrastradas por
todas partes de la casa, de ojos apagados y fiel servidora del abuelo
a quien le preparaba el pescado más sabroso, él lo disfrutaba
comiéndolo con el tenedor y el cuchillo sin el riesgo de
atragantarse con una espina, pues su habilidad con los cubiertos era
única. Era tan seria la señora que el niño se escondía y le salía
al paso con sus payasadas para hacerla reír, esta lo regañaba y
seguía su camino.
A
un lado de la entrada de la casa había un zaguán, una sala grande
con muebles de madera y mármol, un estar que hacía las veces de
consultorio con mecedoras de mimbre, un mueble bello conocido como
saibó tallado en madera, tinajas, persianas. El reloj de pedestal de
números romanos y el consultorio. En este atendía a los pacientes
su abuelo, era aquí el lugar de donde procedían los campanazos del
antiguo reloj. En ese zaguán acuñadas sus persianas con caracolas,
dormía el abuelo en una cama de tijeras de madera y de lona por el
calor que hacía en las noches cartageneras.
El
niño continuaba influenciado por ese entorno que aprendió a
convivir con el miedo, la inseguridad, a su vez con la fantasía y la
inspiración para crear después el realismo mágico. En ésta edad
tenía el cerebro, como una esponja, ávido de aprendizaje, pleno de
asombro y un océano de preguntas que lo invadía que había que
saber darle respuestas bien claras y sin escondrijos, que sirvieran
de raíces de buena educación. Era un gran observador, preguntaba
mucho a los que podía sobre los pacientes de su abuelo que llegaban
con dolor a causa de sus enfermedades y que narraban durante su
consulta. Tomaba un lápiz y un papel para simular a su abuelo. Su
primera noche en la casa ya muy tarde comenzó a escuchar gritos que
provenían del zaguán donde dormía su abuelo, se imaginaba que le
daban una tunda gritando cada vez más fuerte. Al preguntar a un tío,
medio entendió por su corta edad que era un comportamiento del ser
humano, de su mente que a pesar de estar en su sueño experimentaba
en su cabeza persecución de ataque, de dolor como si fuera real la
situación y por lo tanto se daba ese ruido abrupto y de tortura.
Desde este lugar de la casa imaginaba quimeras que lo confundían y
le infundían temor, porque entre otras cosas dormía solo en una
cama doble y en un cuarto casi oscuro que al frente le quedaba a su
mirada un crucifijo y un espejo que llegaba hasta el piso, lo
espantaba con su propia imagen que era una sombra larga. Una noche
con la curiosidad que lo caracterizaba esperó que el abuelo se
durmiera, sigiloso llegó hasta el lugar esperando que ocurriera
dicho evento cuando de sopetón se estremeció al verlo en la escena
ya contada, salió disparado como una flecha, atemorizado y agitado
se metió en la cama debajo de su cobija, estaba tembloroso. Así
permaneció un buen rato hasta que pudo conciliar su sueño. Al día
siguiente explicó lo ocurrido con su misma astucia, pero el abuelo
al escucharlo le dijo, no temas, que estaba acostumbrado a las
pesadillas y que nada le iba a pasar a él.
Cuando
avanzaba la noche, los campanazos del antiguo reloj de pedestal, que
tenía números romanos, de cuerdas, y que sólo el abuelo lo hacía
funcionar, era atraído por ese reloj, porque además de relacionar
el instante de los campanazos con las pesadillas del abuelo, este le
enseñó a conocerlo; quien asumió el papel de maestro porque siendo
aún mayorcito el niño no sabía ni leer, ni escribir, ni conocía
el abecedario de la Cartilla Roja de Leer. Cuando vocalizaba la letra
que no correspondía el abuelo le propinaba con su anillo de plata y
de motivo de cara de piel roja, el cocotazo al tiempo que lo señalaba
de cabeza dura, como un microcosmos que a falta de armonía también
carecía de coordinación, es decir, para el aprendizaje con buena
atención y comportamiento humano, - era un menor -. Después de
aprendidas las letras y la lectura con él, fue matriculado en la
escuelita de su tío Fortunato para hacer su primaria que por sus
travesuras, al principio, no lo valoraba lo suficiente lo consideraba
como una exigencia más bien de sus mayores con ideas moralizantes.
Sin embargo, alguna vez con su astucia natural le propuso a su
abuelo, con el fin de salir de la casa, que deseaba practicar un
deporte, el Basquetbol, y complacido, entró con su permiso al
equipo infantil de los ´´Piratas´´ con uniforme negro dibujada en
la espalda una calavera, estaba feliz. Cualquier día no asistió a
la práctica por quedarse viendo una pelea con todo el alboroto en el
parque, desafortunadamente lanzaron una piedra que no se supo de
donde venía y le cayó la cabeza, estaba muy adolorido y la sangre
chorreaba sobre su cara, al verla, lo puso más nervioso, espantado
salió a las carreras para su casa. Su abuelo sorprendido procedió a
curarlo, luego lo interrogó, lo reprendió, el castigo era que no
volvería al equipo sin una orden de cumplimiento firmada por el
técnico. Esta desobediencia le costó porque su incapacidad fue muy
larga y cuando estuvo curado, para su sorpresa, el equipo de
Basquetbol ya había desaparecido. - Le quedaba difícil
romper
con esta estructura nada itinerante -.
Del
intrigante reloj antiguo, se imaginaba en las noches que de ahí
salían los fantasmas que volaban misteriosos y entre ellos el de un
virrey español que montado en su carruaje y de negro corcel, andaba
en la calle de la Media Luna entre los vivos saludando con un pañuelo
blanco, y el ambiente se tornaba cada vez más tenebroso, hasta el
punto que intimidaba, el niño miraba por el ojo de la cerradura -
por donde pudiera - angustiado y con desespero para ver si era
verdad. Las ventanas de la casa eran largas, de barrotes de madera
torneada, de color blanco que iban desde techo hasta el piso y se
subía a mirar a la calle - no obstante del miedo que se lo comía
vivo - en un banco para poder divisar el imaginario espectáculo.
La
manera de vestir del niño, era la de un viejo: Camisa blanca de
manga larga, pantalón blanco - almidonados - corbata, zapatos bien
lustrados y, ambos negros. Su abuelo lucía igual con un traje de
lino blanco, corbata negra, zapatos negros, además, sombrero color
marrón y de tirantas muy bonitas. Estaba hecho el niño a imagen y
semejanza a su abuelo. - De tal palo tal astilla -, con la misma
seriedad y comportamiento de un adulto. Lo único era que no tenía
el bigote y canas por su corta edad. Al abuelo le obsequiaban boletas
de cortesía de la secretaría de educación de la ciudad para los
conciertos de música clásica, en el teatro al lado de la Puerta del
Sol, por sus servicios de secretario de salud, por haber sido
director del Hospital de Santa Clara y también por muchos otros
méritos que había cosechado al servicio de la gente. Entonces
vestía de traje completo a su nieto para que asistiera, eran de las
pocas distracciones que tenía por fuera de la casa ya que la
diferencia de edades entre su abuelo y él no daba para recreaciones
y paseos. Antes de este entretenimiento tenía otros como montar en
su caballito de madera con colores amarillo, azul y rojo como la
bandera de su patria, disfrutaba también de su triciclo en el que
andaba por la casa con un ruido ensordecedor por cuanto sus ruedas
estaban sin aceitar que decían los pacientes y las visitas de amigos
de su abuelo: “ahí va el niño Simón en su triciclo´´. Era
feliz, como niño entretenido con su humilde juguete. Como estaba
creciendo iba dejando el caballito de madera. Gozaba con los regalos
de navidad como el de una máscara, una espada y de capa, jugaba al
caballero británico montado en su caballo que era un palo de escoba.
Se
acercaba el día de la primera comunión en las escuelas, el cura en
la misa del domingo impartía las instrucciones, era una ceremonia,
solemne, en la que los niños recibían por primera vez el Sacramento
de la Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Jesucristo, siendo
obligatorio haber recibido antes el sacramento del bautismo. El niño
no tenía idea de lo que era una primera comunión y quedó asombrado
al escuchar el mensaje, no sabía si debería estar feliz o triste
por sus travesuras, pero su abuelo que no era muy devoto, lo
tranquilizó y le dijo que era la cura de sus males. Llegado el día,
lo vistieron de camisa blanca, corbata negra, pantalón blanco, que
usualmente los tenía corto, cinturón negro, cinta en el brazo,
zapatos negros brillantes, - porque eso si le gustaba los zapatos
como un espejo -, y una vela larga. Estando en la iglesia, tembloroso
recibió del cura la ostia, lo santiguó, le puso la mano en el
hombro, ni sabía qué hacer y continuaba nervioso. Esto era un hecho
extraordinario para el chico, porque no tenía la devoción ni rezaba
en las noches antes de acostarse. Se esperaba que fuera un cristiano
modelo para rezar por las personas que lo cuidaban; sin embargo no lo
hacía porque no sabía rezar.
En
esa generación no existía computador, ni televisión, ni Ipoh, ni
tableta ni celular; pero si un radio, de dos perillas para sintonizar
el dial de la emisora que estaba ubicado encima de una Vitrola de
marca RCA Víctor, estos dos equipos eran otra de sus
entretenciones, en ese ambiente nada itinerante; cuando quería Simón
escuchar la Vitrola cogía el brazo de la aguja que parecía un clavo
de pulgada de largo, bien afilado y después de darle cuerda al
equipo lo colocaba sobre el disco de 78 RPM que era el primer formato
de discos. Giraba y giraba el disco hasta escuchar la canción, luego
de terminada levantaba con cuidado la aguja para no rayarlo y
colocaba otro. Le gustaba bailar, con los ojos cerrados. Su abuelo no
era aficionado a la música, nunca lo vio escuchar una canción, ni
cantar, ni tampoco danzar. En cuanto al radio, se apasionaba por las
historietas de hadas y fantasías, que las veía como un realismo
mágico, sintonizaba para iniciar sus viajes por medio de estos
cuentos que narraban, con estas no dejaba de soñar que estaba en
otros lugares de maravillas logrando un ambiente de estructura
itinerante viajando de un lugar a otro sin parar y muy embelesado.
Era de pocos amigos, el medio no le brindaba esa oportunidad que
sólo le ofrecía asomarse por las ventanas largas y coloniales en la
sala, tenía que pedirle permiso a su abuelo, quién no lo veía nada
agradable. Entonces, de tanto escuchar las historietas su cabeza
estaba llena de ilusiones y misterios; muchos fueron los cuentos que
sintonizaba que aumentó su interés por los mismos, despertándole
su creatividad. Escuchándolos, aparecía tanto su nostalgia por la
ausencia de sus padres como su miedo más que todo en la media noche,
en la penumbra, era tanto el miedo que pegaba sus carreras por la
casa gritando como un loco, pues se imaginaba que detrás de él
venía el fantasma para llevárselo. Era temeroso e inseguro y se
mojaba de noche que pasó a dormir en una esterilla que se podría
por su orina.
El
entorno y los cuentos le generaban algunas veces temor, como cuando
le contaban que se aproximaba la guerra, el asustado niño pegaba su
berrinche y salía gritando a las carreras detrás de su tío para
refugiarse quien decía: ´´es ingenuo´´, pero estando mayorcito
era elocuente y hábil frente al humor negro dejando pasar las cosas
y las aventuras de su espíritu travieso que venía corrigiendo con
un sistema de valores de reglas sociales de respetar y de decir la
verdad como principio moral. - A través de su historia se conoce en
su país una educación del siglo xx en que la letra con sangre
entraba cuando los maestros de escuela castigaban a sus alumnos con
correas, reglas y demás -. Algunos padres acolitaban ese sistema de
educación porque les colaboraba a la crianza de sus hijos. Sin
embargo, las travesuras de Simón aún adolescente no le podían
faltar.
Cierto
día, estando en el bachillerato un compañero de colegio cruzó con
él algunas palabras soeces, a este no le gustó y le respondió
diciéndole cabezón, esto se convirtió en gasolina, se prendió la
pasión, listos para dar el primer golpe, el compañero se sintió
ofendido. Entonces, se quitaron la camisa, se agarraron a puños
devolviéndolos como expertos boxeadores en un ring de pelea, la
gente no los separaba, antes por el contrario los incitaban a que
siguieran. Los enfrentados querían defender su orgullo propio. Más
el joven, quien había recibido tantas lecciones de comportamiento y
de urbanidad no pudo evitarlo, a pesar de que le sacaba el cuerpo, no
obstante a la agresión física y de las groseras palabras del otro,
a pesar de que se había sentido herido en su humanidad. Esta era una
travesura con más conciencia, defendiendo su honor. La gente que lo
conocía y su familia al enterarse de lo ocurrido no lo podían creer
preguntándose quien había podido enseñarle a defenderse a los
puños. Sin embargo, el joven era un gran observador que cuando
ocurrían las peleas callejeras, se amotinaba la gente, en medio del
barullo echaban leña al fuego y él con la curiosidad que lo
caracterizaba se acercaba a ver cómo era que se tiraban los golpes.
Recuerden el accidente que tuvo en el parque por esta misma causa.
Su
abuelo enfermó, fue internado en una clínica, rayaba más de los
noventa años y tenía problemas de vías urinarias que sus
pantalones de lino blanco en el área de la bragueta se veían
manchados de amarillo por el orín porque el sistema urinario no le
funcionaba bien. Fue internado en una clínica para tratar su
enfermedad, pero pasaron meses sin sanar. Una noche ocurrió como de
costumbre que el antiguo reloj de pedestal daba a la loca agudos
campanazos, el niño sintió que le acariciaban la cara y le
susurraban a los oídos un viento frío que tuvo que taparse las
orejas. De pronto las alas de la inmensa puerta del zaguán se
cerraron estrepitosamente al igual que las persianas del corredor, la
casa temblaba, las lámparas de arañas se mecían como si se fueran
a caer, las luces titilaban y la mona Pepa inquieta gemía,
mirándolo, como si le anunciara una mala noticia. Su actitud era de
espanto con los ojos fuera de órbita presentía que algo más grave
estaba sucediendo, pensaba en su abuelo, tanto más se perturbaba
cuanto más observaba que los demás animales de la casa estaban
desesperados. Cuando de pronto recibió la fatídica noticia que su
abuelo Bartolomé había fallecido en la clínica.
Él
relacionó todo ese escenario dantesco y real con el espíritu de su
abuelo, quién le anunciaba su muerte de esa manera espantosa,
sabiendo la responsabilidad que tenía con el joven y no lo podía
acompañar más en la vida. Con su dolor se negaba pensar en otra
cosa, sino en la partida de su abuelo con quien no tuvo un instante
para despedirse. Su inevitable vivencia era que le habían cercenado
el cordón umbilical que lo unía a él. Sentado en la mecedora
permanecía triste, solo y parecía entregar su alma a los fantasmas
creados en su mente, que rondaban la casa esa trágica noche, como si
celebraran lo acontecido en medio de carcajadas, aullidos y gritos de
ultratumba. Mientras que otras almas, que casi nunca vio, estaban
interesadas en lo que había dejado el muerto. Pero no estaba solo,
su madre lo acompañaba y lo consolaba. Y para, entonces, el joven
había crecido encontrándose en la etapa de la adolescencia y había
concluido su bachillerato con la esperanza de ser médico igual que
su abuelo.
El
tesoro más preciado que tuvo el joven como herencia fueron los
valores infundidos, quien con dedicación continuó sus estudios y
sin, aún, faltarle alguna travesura creativa; - la que hecha
especialmente por un niño puede ser sin malicia, por diversión o
juego -, las cuales hacen parte de la vida, de la inspiración y de
la magia de las personas. Simón enamorado contrajo matrimonio con
una bella joven y de esta unión nació una familia que le dio más
fuerza; enfrentando al mundo, venciendo sus temores y sus demonios,
tratando como el ave de volar hasta lo más alto de la cima, a lo que
aspiraría alguien con una formación humana.
Rafael E. Arévalo y Escandón